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Las cruzadas han tenido una larga y contradictoria memoria en nuestra cultura política. Vilipendiadas como reflejo del fanatismo religioso de la Edad Media o enaltecidas como símbolo de una época de ideales puros, estas campañas han servido para justificar acciones tan dispares como la invasión norteamericana de Afganistán en 2001 o la sublevación ilegal de Franco contra el Gobierno de la República al que había jurado lealtad. Incluso la creación del Estado de Israel ha sido comparada con la del reino de Jerusalén tras la Primera Cruzada (1095-1099). Desde su nacimiento, estas expediciones han reflejado, al mismo tiempo, el expansionismo de la cristiandad latina, las ambiciones papales, un deseo de reforma religiosa, el ideal caballeresco de los nobles y prácticas devocionales que resultaban enormemente familiares a todos los sectores de la sociedad de la época. La idea de la guerra santa cristiana surgió en el contexto social y cultural de la cristiandad latina de finales del siglo XI, motivada por la situación política del Mediterráneo oriental. Sin embargo, las cruzadas trascendieron el deseo originario d